martes, 27 de julio de 2010

La anciana caminaba por el parque. La larga falda azul marino se ondulaba a la altura de sus tobillos, siguiendo el compás de sus apresurados pasos. De vez en cuando, se toqueteaba nerviosamente el flojo moño que le sujetaba el pelo grisáceo y ralo a la altura de la nuca, como si lo sintiera ajeno a ella, algo que alguien había colocado allí sin su permiso. Sus pies, calzados con botas de goma del tipo que usan los pescadores, levantaban el polvo del camino a su alrededor.

Iba mirando hacia todos los lados, buscando algo. Cada cierto trecho, se detenía y cogía algo del suelo: un palo de chupa-chups mordisqueado, la chapa de una lata de refresco, un guijarro, una goma del pelo que alguien había extraviado, media patata frita… E incluso, en una ocasión, un excremento de gorrión.

No miraba a ninguna de las personas con las que se cruzaba, pero ellos sí la miraban a ella. Les causaba extrañeza que llevara un calzado tan pesado en ese caluroso día y también que recogiera sin parar la basura que se encontraba. Ellos pensaban: “Pobre mujer, se ve que le ha llegado la demencia senil. ¿Por qué la dejaran salir sola a la calle?”. Y, a su vez, ella les respondía mentalmente: “64364587hjn2546878fgsd3541158763asvjrguibv00006876683652dfgeqhq”.

Después de terminar la decimonovena vuelta semanal por el parque, se dirigió hacia un edificio de ladrillo gris, que exhibía un montón de balcones repletos de trastos, unos horribles desconchones en las paredes y un portero automático que hacía una década que no funcionaba.

Subió pesadamente por las escaleras oscuras hasta el cuarto piso, abrió una puerta desvencijada, la cerró y se dirigió directamente hacia la pequeña mesa de café que había frente al sofá. Una vez allí, colocó en dos ordenadas hileras los tesoros que había hallado ese día. Se sentó en el sofá y, ceremoniosamente, fue llevándose a la boca, uno a uno, todos los desechos. Según los iba probando, apuntaba en un cuaderno que estaba junto a ella datos como el sabor, la viscosidad, la dureza, la composición química, el aroma…

Al cabo de un rato, comenzó a moverse sin parar, a sentarse, levantarse, volverse a sentar… Parecía que no lograba encontrar una postura cómoda. De pronto, dijo: “¡Madre mía, lo había olvidado!”. Se quitó las botas de pescador y, al fin, suspiró aliviada: “¡Hay que ver lo comprimidos que tengo que llevar los tentáculos en estas botas!”.