jueves, 28 de junio de 2012

Existen labios que fueron creados con el único fin de ser besados.

Aunque dediquen la mayor parte de su tiempo a tareas más mundanas, su verdadero sino, su auténtica misión en la vida es recibir besos.

Ya pueden empeñarse, tozudos, en contorsionarse para formar palabras y frases que llenen de ruido el temible silencio; ya pueden fruncirse y desfruncirse para acoger los alimentos que mantienen a raya el tedio de una boca vacía; ya pueden retraerse en un mohín de disgusto o iluminar el mundo con una radiante sonrisa; antes o después, acaban dándose cuenta de que el significado último de su existencia es que otros labios los acaricien.

Para reconocer este tipo de labios es necesario un poco de tiempo y un mucho de sintonía con el universo. Numerosos ojos no contemplarán jamás ese pequeño milagro porque siempre serán incapaces de mirar al mundo bajo la luz adecuada, la que lo convierte en un lugar maravilloso. Por esta razón, algunos labios han conseguido guardar su secreto durante bastante tiempo, convencidos de su invulnerabilidad, seguros de que siempre lograrían esconder su don y atesorarlo únicamente para sí mismos. ¡Qué ingenuos!

Llega un día en que, justo frente a ellos, aparecen unos ojos a los que les basta un sola mirada para descubrir su secreto, unos labios que, a su vez, fueron creados con el único fin de posarse sobre los suyos. No ofrecen promesas vacuas, pero sí el infinito al alcance de un solo gesto. Y hay secretos que se desvelan en 60 días, pero otros no llegan a desvelarse ni en 60 años...

martes, 27 de julio de 2010

La anciana caminaba por el parque. La larga falda azul marino se ondulaba a la altura de sus tobillos, siguiendo el compás de sus apresurados pasos. De vez en cuando, se toqueteaba nerviosamente el flojo moño que le sujetaba el pelo grisáceo y ralo a la altura de la nuca, como si lo sintiera ajeno a ella, algo que alguien había colocado allí sin su permiso. Sus pies, calzados con botas de goma del tipo que usan los pescadores, levantaban el polvo del camino a su alrededor.

Iba mirando hacia todos los lados, buscando algo. Cada cierto trecho, se detenía y cogía algo del suelo: un palo de chupa-chups mordisqueado, la chapa de una lata de refresco, un guijarro, una goma del pelo que alguien había extraviado, media patata frita… E incluso, en una ocasión, un excremento de gorrión.

No miraba a ninguna de las personas con las que se cruzaba, pero ellos sí la miraban a ella. Les causaba extrañeza que llevara un calzado tan pesado en ese caluroso día y también que recogiera sin parar la basura que se encontraba. Ellos pensaban: “Pobre mujer, se ve que le ha llegado la demencia senil. ¿Por qué la dejaran salir sola a la calle?”. Y, a su vez, ella les respondía mentalmente: “64364587hjn2546878fgsd3541158763asvjrguibv00006876683652dfgeqhq”.

Después de terminar la decimonovena vuelta semanal por el parque, se dirigió hacia un edificio de ladrillo gris, que exhibía un montón de balcones repletos de trastos, unos horribles desconchones en las paredes y un portero automático que hacía una década que no funcionaba.

Subió pesadamente por las escaleras oscuras hasta el cuarto piso, abrió una puerta desvencijada, la cerró y se dirigió directamente hacia la pequeña mesa de café que había frente al sofá. Una vez allí, colocó en dos ordenadas hileras los tesoros que había hallado ese día. Se sentó en el sofá y, ceremoniosamente, fue llevándose a la boca, uno a uno, todos los desechos. Según los iba probando, apuntaba en un cuaderno que estaba junto a ella datos como el sabor, la viscosidad, la dureza, la composición química, el aroma…

Al cabo de un rato, comenzó a moverse sin parar, a sentarse, levantarse, volverse a sentar… Parecía que no lograba encontrar una postura cómoda. De pronto, dijo: “¡Madre mía, lo había olvidado!”. Se quitó las botas de pescador y, al fin, suspiró aliviada: “¡Hay que ver lo comprimidos que tengo que llevar los tentáculos en estas botas!”.

viernes, 28 de mayo de 2010

Un cielo inmenso, reluciente, pleno de vientos y trinos, de la gloria de los amaneceres y la languidez reflexiva de los atardeceres, de algodón amontonado y vaporosa gasa tenue, de lentas mareas de estrellas, del oleaje impetuoso de las tormentas, del latido del Universo, de la danza de los planetas, del esplendor de los cometas, de la frescura nacarada del rocío matinal, del torbellino rumoroso de las hojas que han huido de sus árboles para vivir una aventura, del silencio del mundo y la vida.

Eso es la libertad.

lunes, 17 de mayo de 2010

Rosada, diminuta y aterciopelada, abrió los ojos a un nuevo amanecer. La delicada frialdad del aire primaveral que aún no ha sido rozado por los primeros rayos de sol la estremeció. Y miró al mundo.

Por allí venía el hombre del traje gris arrugado con el amargo rictus de todas las mañanas agazapado en los labios agrietados. En su mano se mecía el negro y raído paraguas que siempre le acompañaba, lloviese o no. No parecía que le hiciera feliz dirigirse al sitio al que iba cada día. Hoy, como novedad, se adivinaba en sus ojos la neblina que empaña la mirada de los que han pasado la noche derramando lágrimas en compañía de un vaso de whisky rellenado una y otra vez.

Por el otro extremo de la calle aparecía ya la joven con barbilla de duende y melena castaña ensortijada, la que siempre llevaba puesto algo de color morado y escondía una carcajada en cada bolsillo, siempre dispuestas a saltar e iluminar el día de quien tuviera la suerte de escucharlas. Cuando pasaba a su lado, siempre tintineaba un cascabel.

Y sin transición se acercaba ya, al ritmo de su prisa habitual, el chico de tez enfermiza y hermosos ojos verdes de mirada huidiza, siempre ocultos en el trazo de los adoquines de la calle. Iba, por supuesto, parapetado tras un grueso volumen que le protegía del mundo y de las personas que pasaban a su lado cada día sin que su presencia llegara siquiera a alcanzarlo como algo real.

Tras unos instantes, revoloteó una vez más cerca de ella el cálido y diminuto gorrión de plumas pardas y grisáceas que lanzaba a la transparente mañana su trino audaz. Sin él, el primer vistazo matutino no sería lo mismo.

Y… Qué raro, cuánto estaba tardando… Pero no, allí estaba… Un día más, sin hacerse de rogar, llegaba el reflejo en la melena plateada de la anciana señora de expresión pensativa que siempre recogía del suelo las ramitas y hojas caídas de los árboles que iba encontrando en su camino. En su mano relucía un anillo de plata ennegrecida con una pieza de ámbar engarzada, opaca ya por el tiempo. Si te acercabas a ella podías oler el tenue aroma a lavanda que despedía.

Finalmente, un rayo de sol impaciente alcanzó a la rosada, diminuta y aterciopelada flor que crecía en la rama más baja del almendro solitario plantado por unas manos indiferentes en el centro de una ciudad sin nombre.

domingo, 18 de abril de 2010

Ese momento entre el sueño y la vigilia, el instante en que uno no está muy seguro de si lo que piensa es una idea consciente o un vestigio de las ensoñaciones oníricas que le acompañaron en las horas nocturnas... Siempre he creído que ése es uno de los estados más extraños y con más posibilidades de los que el ser humano puede experimentar.

En ese momento puede llegar a ver con claridad la solución a un problema que, estando despierto, parece insoluble. Puede soñar que lleva a cabo un acto cotidiano, experimentándolo hasta en sus más nimios detalles y, al despertarse, estar convencido de que, realmente, ha hecho aquello que no ha sido más que una fantasía. Puede mantener una conversación con alguien sobre cualquier tema, posible o imposible, sin que su mente en estado de vigilia dude nunca que esa conversación se haya producido o que las cosas tratadas en ella no sean algo distinto al producto de su psique nocturna. Puede verse a sí mismo haciendo cosas que desea sin siquiera saberlo o que teme sin ser consciente de ello.

El instante impreciso en el que todo esto ocurre, igual puede durar unos pocos segundos como extenderse a lo largo de varios minutos. Sin embargo, dure lo que dure, la percepción del tiempo casi siempre se ve alterada, por lo que estos momentos pasan a convertirse en una suerte de limbo, cuyos límites son tan confusos, que podrían considerarse un refugio para la sensación, inmanente al ser humano, de que la vida es un caótico torbellino sin sentido alguno que, en ocasiones, alarga el sufrimiento hasta la agonía, y en otras, arrebata los instantes hermosos tan deprisa como el agua se derrama de un cántaro volcado.

miércoles, 14 de abril de 2010

Bienvenidos a El Silencio del Erizo

Cuando, durante varios días seguidos, las temperaturas son inferiores a 10º aproximadamente, los erizos se hacen una bola y comienzan su larga hibernación. Ralentizan hasta el mínimo el ritmo de su corazón. Duermen. Sueñan. Se hunden en el silencio de su interior. Nada puede dañarles mientras duermen, pues sus púas forman una barrera protectora a su alrededor, que les asegura un silencio largo, profundo, inmenso... y lleno de sueños.

Bienvenidos al libro en el que se escriben los sueños nacidos durante el silencio de los erizos.