Rosada, diminuta y aterciopelada, abrió los ojos a un nuevo amanecer. La delicada frialdad del aire primaveral que aún no ha sido rozado por los primeros rayos de sol la estremeció. Y miró al mundo.
Por allí venía el hombre del traje gris arrugado con el amargo rictus de todas las mañanas agazapado en los labios agrietados. En su mano se mecía el negro y raído paraguas que siempre le acompañaba, lloviese o no. No parecía que le hiciera feliz dirigirse al sitio al que iba cada día. Hoy, como novedad, se adivinaba en sus ojos la neblina que empaña la mirada de los que han pasado la noche derramando lágrimas en compañía de un vaso de whisky rellenado una y otra vez.
Por el otro extremo de la calle aparecía ya la joven con barbilla de duende y melena castaña ensortijada, la que siempre llevaba puesto algo de color morado y escondía una carcajada en cada bolsillo, siempre dispuestas a saltar e iluminar el día de quien tuviera la suerte de escucharlas. Cuando pasaba a su lado, siempre tintineaba un cascabel.
Y sin transición se acercaba ya, al ritmo de su prisa habitual, el chico de tez enfermiza y hermosos ojos verdes de mirada huidiza, siempre ocultos en el trazo de los adoquines de la calle. Iba, por supuesto, parapetado tras un grueso volumen que le protegía del mundo y de las personas que pasaban a su lado cada día sin que su presencia llegara siquiera a alcanzarlo como algo real.
Tras unos instantes, revoloteó una vez más cerca de ella el cálido y diminuto gorrión de plumas pardas y grisáceas que lanzaba a la transparente mañana su trino audaz. Sin él, el primer vistazo matutino no sería lo mismo.
Y… Qué raro, cuánto estaba tardando… Pero no, allí estaba… Un día más, sin hacerse de rogar, llegaba el reflejo en la melena plateada de la anciana señora de expresión pensativa que siempre recogía del suelo las ramitas y hojas caídas de los árboles que iba encontrando en su camino. En su mano relucía un anillo de plata ennegrecida con una pieza de ámbar engarzada, opaca ya por el tiempo. Si te acercabas a ella podías oler el tenue aroma a lavanda que despedía.
Finalmente, un rayo de sol impaciente alcanzó a la rosada, diminuta y aterciopelada flor que crecía en la rama más baja del almendro solitario plantado por unas manos indiferentes en el centro de una ciudad sin nombre.
Esta debuti!! mola el último parrafo.
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